Dos hechos contemporáneos marcaban en el Siglo XIX y albores del XVIII
el despertar de la consciencia popular ante el despotismo absolutista: uno real
y otro literario. La Ilustración, basada en la razón, la igualdad y la libertad sirvió de
germen para la abolición del poder monárquico en parte de la Europa
continental. El “Pienso, luego existo” cartesiano comenzó a calar como un virus
libertario entre una ciudadanía aprisionada por la nobleza decadente
personificada por Luis Augusto de Borbón que, desde la Bastilla, apuntaba sus cañones hacia los barrios más pobres de Paris.
El 21 de enero de 1793 el XIV de los Luises perdería la cabeza ante una
muchedumbre de “ciudadanos” que pudieron comprobar “in situ” el verdadero color
de la sangre real. El pueblo observaba, en la Plaza de la Revolución de Paris, como
el invento de Mesié Guillotine abría
un primer espacio republicano.
Poco afectó tan cruel hecho al
resto de noblezas que consiguieron mantener sus bastiones en casi toda Europa.
Hasta que, siglo después, algunas se fueron convirtiendo en coronas errantes
que escarbaban el continente en busca de
apoyos, llevando consigo joyas y fortunas escamoteadas a sus súbditos.
Tras el alzamiento francés, Dinamarca permaneció fiel al gobierno sucesorio,
tal vez, por la habilidad de Federico VI
Oldemburgo Hannover que supo vender ciertas licencias democráticas dentro
de su Estado absolutista. Una paradoja aún hoy vigente en las monarquías
residuales del siglo XXI que consiguen encubrir sus derechos dinásticos de
origen divino entre las manipuladas legislaciones de gobiernos con un capado
sufragio universal.
En este clima renovador donde el mismo Federico intentaba conservar su neutralidad en las guerras
revolucionarias francesas; una lavandera protestante con problemas de
alcoholismo y su zapatero cónyuge regalaron al mundo de la literatura el que,
con los hermanos Grimm, sería uno de
los más destacados fabulistas de todos los tiempos; Hans Christian Andersen, amigo de Dickens, asiduo de Shakespeare
e impresionado viajero en la España del siglo XIX.
Inmersa en su prolífera obra, entre soldados de plomo, sirenas y patitos feos, destaca una maravillosa fabula
que deja sutilmente al descubierto el esperpento real. En “El traje nuevo del Emperador” conocida también como “El Rey desnudo”, el autor danés pone de
manifiesto la ceguera del pueblo; sumiso ante el poder celestial de su
gobernante.
Entiendo que esta puede ser una versión libre de la moraleja del
apólogo de Andersen entendida
tradicionalmente como: “el pensar que algo es real no implica que sea cierto” o
“la estupidez de la pregunta es proporcional a la estupidez de la respuesta”,
pero me es más interesante y actual la aparente crítica del autor al absurdo
monárquico, sobre todo, porque recoge versiones anteriores que ya se contaban
en cuentos de Turquía y la India o en el mismísimo “Conde de Lucanor”.
En todas las narraciones, el empeño del emperador por no parecer
estúpido le convierte en el rey de los idiotas ya que los astutos pícaros
utilizan su vanidad para fraguar el engaño. Por otro lado, la falta de coraje e
iniciativa de gente poco acostumbrada a decidir impide que lo verdadero se
convierta en evidente: el miedo a la autoridad y al ridículo cierra la red con
hilo ajeno tejida por Guido y Luigi.
El hecho de que el pueblo tema parecer ignorante e irreverente ante el
monarca no es nuevo. Como tampoco lo es el que una valiente minoría ponga al
descubierto los frágiles cimientos de un poder autocrático basado en orígenes
divinos y en el cromatismo sanguíneo. La inocencia de un niño que descubre la frágil
realidad del soberano libera al burgo de esa genética falta de estima grabada
en su ADN tras años de sumisión. En este sentido, el color que evidenció el
preciso corte del verdugo Sanson
sobre el cuello del último Rey de Francia y el grito incrédulo en medio del
desfile real guardan un gran paralelismo: la sangre y debilidades del soberano
son idénticas a las del más humilde de su súbditos.
Algo más de dos siglos después y con los cañones de la crisis social,
política y económica apuntando a los ciudadanos, monarquías disfrazadas de
parlamentarias, arropadas por su corte de serviles vasallos, se encierran en
torres de marfil para proteger un estatus heredado… o adquirido, como antaño,
del sudor de sus súbditos. A doscientos años del descabezamiento del último
monarca galo y Borbón, ya no duda nadie del color del líquido que discurre por las venas de un Rey,
o de su seguro origen Australopitecus.
Sin embargo , no hemos conseguido liberarnos totalmente de esa estirpe
inútil expulsada ya por movimientos liberadores de América, Rusia y China. Como
si la palabra “servil” estuviera grabada a fuego en nuestro inconsciente
colectivo.
Hoy, como ayer, los falsos e invisibles hilos que tejen los ropajes
reales dejan nuevamente al trasluz la fragilidad de la corona ante cualquier
sistema que pretenda ejercitar los principios de igualdad y libertad de
elección. Culpemos a las Moiras,
diosas del destino; o a complejas imposiciones totalitarias; la actualidad del
escritor danés y su pequeña fábula en el decadente panorama ibérico es evidente.
Aún más tomando en cuenta que las dos dinastías que mas influyeron a lo largo
de su vida se vuelven a cruzar en España: Sofía
de Grecia y Dinamarca de los Hannover
y Juan Carlos de Borbón reúnen lo
mejor de cada casa.
Como en 1837, fecha de la publicación del cuento de Andersen, seguimos observando cada día,
con una capacidad eterna de asombro, como el Emperador nos enseña sus
vergüenzas sin ningún pudor, seguimos impasibles escuchando entre la multitud el
eco de aquel grito revelador…el Rey sigue desnudo.
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