Desde la expulsión del Paraíso, con sólo una hoja de parra por compañía, cada vez que más de cuatro personas consiguen ponerse de acuerdo para vivir en comunidad, aparece algún Rey, Faraón, Inca, Califa, Dalai lama o Papa que, en nombre de algún Dios, pretende controlar voluntades, gestionar vidas y administrar patrimonios. En una perversa confusión entre lo divino y lo humano, hemos optado por dar al César lo que es de Dios y a Dios lo que es del César.
Cetro en mano y revestidos de oropeles, estos grotescos semihumanos no han dudado en utilizar la sangre de sus expropiados súbditos para defender su expropiada riqueza de la avaricia de algún monarca vecino que, a su vez, había hecho lo mismo con otro expropiado colectivo.
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Los linajes enraizaron en el tiempo y la mente de sus vasallos, llegando a constituir una casta inmune al devenir humano; hasta que la más francesa de las revoluciones y el afilado invento de Monsieur Guillotine desvelaron, a la sorprendida muchedumbre parisina, el verdadero color de la sangre real que emanaba de la cabeza cercenada de Luis Augusto de Borbón, el XVI de los franceses y navarros.
Hasta aquí, 21 de enero de 1793, no deja de ser la crónica del aparente fin de un fraude que sumió en la humillación a los hijos de los hombres. Una falsa ilusión que los libros de historia se han empeñado en acompasar.
La realidad es que, ni siquiera el cadalso y el fervor libertario galo consiguieron detener a los Capetos, que continuaron coronándose hasta que, en julio de 1830, los gritos de "¡Abajo los Borbones!" y Viva la Constitución” invadieron, de nuevo, las calles de Paris, esta vez, desterrándolos para siempre. El último de los borbones franceses, Carlos X, moriría en el exilio esloveno conspirando torpemente contra el recién instalado gobierno.
Los gritos populares no consiguieron traspasar los Pirineos, y en España, con un servilismo congénito más pronunciado, la sangre real aún sigue teñida de azul.
Tras dos cortas y convulsas aventuras republicanas, 40 años de dictadura militar resucitaron una dinastía borbona dispersa y enfrentada. El romano Juan Carlos, nieto del último rey defenestrado por la Derecha Liberal Republicana y la Constitución de 1931, surgió de las cenizas por obra y gracia de una grande y libre autocracia castrense.
El pueblo español soportó en silencio la abdicación del general que, in artículo mortis, volvió a cambiar galones por borbones. De nuevo, el exceso de libertad e igualdad de un régimen no absolutista removía la conciencia totalitaria de la élite militar de un país acostumbrado genéticamente a la sumisión.
Hoy, Borbones, Grimaldi, Windsor, Orange, y otras casas reales europeas siguen campando a sus anchas mientras viven de la renta acumulada gracias al vasallaje histórico y a la complacencia de sus modernos súbditos. Eso sí, bajo la cobertura de una esperpéntica forma de gobierno - paradoja jurídica -, que sus siervos incondicionales han denominado Monarquía Constitucional o parlamentaria, basada en una Carta Magna que envuelve de derechos y deberes al ciudadano y sólo de derechos al monarca, cuya figura sigue investida de estatus divino y fuera del alcance de la justicia terrena.
Cetros, anillos, coronas y tronos siguen avalando simbólicamente la existencia de familias autoproclamadas inviolables; títulos de nobleza continúan salvaguardando la inmunidad de personajes que aún pretenden vivir de un don adquirido por la gracia Dios en la oscuridad más profunda de los tiempos. Más allá de su apariencia humana, permanecen liberados de cumplir la Ley del hombre, y ni siquiera respetan ya la Ley del Dios que les otorgó tal majestuosidad.
Milenios de reverencias han grabado en nuestra ibérica especie un gen de sumisión difícil de extirpar; única justificación válida si queremos entender, además de aceptar, que una buena parte de los ciudadanos españoles reconozcan con normalidad su inferioridad personal, social y jurídica. La sombra borbona continúa oscureciendo la mente de sus súbditos que, incapaces de solventar su destino sin tutela real, siguen fieles a su cromosoma monárquico.
La República, propuesta laica de Estado sustentada en la afirmación aristotélica de que 'solo somos libres entre iguales', no tiene cabida aún en una población que mantiene grabado en su inconsciente colectivo el estigma de la fidelidad al poder absolutista. De ahí, que sus dos experiencias en este sentido hayan sido aplastadas por la bota militar de los generales: Arsenio Martínez Campo (1874) y Francisco Franco (1939), cuya función no sería otra que la de devolver a los borbones lo que un plebiscito popular les había arrebatado.
Perversa paradoja política: un sistema basado en la constitución y el imperio de la Ley, sólo ha servido para apuntalar el dominio monárquico y dar estabilidad a los intereses cortesanos, disminuyendo, aún más, la autoestima ciudadana el somos libres entre iguales al no se os puede dejar solos.
En España, República es sólo el nombre de la puta del Rey.
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