De Genes, Galones y Borbones

La religión ha sido, es, y todo indica que seguirá siendo,  una de las herramientas de manipulación política más eficaz. Guerras genocidas, asesinatos disfrazados de sacrificio litúrgico, esclavitud… todo vale, para servir a un dios hecho a imagen y semejanza del líder espiritual de turno. Desde que Eva decidió, de un mordisco, abandonar el plácido y aburrido Edén, la imagen de la divinidad nos ha acompañado allí a donde vamos, como rémora cruel de un pasado idílico añorado por nuestro subconsciente.
 A pesar del más original de los pecados, el altísimo no nos dejó solos; desconfiaba de nuestra capacidad de supervivencia ante un mundo lleno de peligros y tentaciones. Decidió, entonces, permanecer entre nosotros a través de su dinástica descendencia: toda una prole de dioses disfrazados de humanos (o humanos disfrazados de dioses) cuya función no sería otra que la de adueñarse de la vida y bienes de los hijos que Eva comenzó a procrear con el concurso de Adán.

Desde la expulsión del Paraíso, con sólo una hoja de parra por compañía, cada vez que más de cuatro personas consiguen ponerse de acuerdo para vivir en comunidad, aparece algún Rey, Faraón, Inca, Califa, Dalai lama o Papa que, en nombre de algún Dios, pretende controlar voluntades, gestionar vidas y administrar patrimonios. En una perversa confusión entre lo divino y lo humano, hemos optado por dar al César lo que es de Dios y a Dios lo que es del César. 
Cetro en mano y revestidos de oropeles, estos grotescos semihumanos no han dudado en utilizar la sangre de sus expropiados súbditos para defender su expropiada riqueza de la avaricia de algún monarca vecino que, a su vez, había hecho lo mismo con otro expropiado colectivo.

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