De Genes, Galones y Borbones

La religión ha sido, es, y todo indica que seguirá siendo,  una de las herramientas de manipulación política más eficaz. Guerras genocidas, asesinatos disfrazados de sacrificio litúrgico, esclavitud… todo vale, para servir a un dios hecho a imagen y semejanza del líder espiritual de turno. Desde que Eva decidió, de un mordisco, abandonar el plácido y aburrido Edén, la imagen de la divinidad nos ha acompañado allí a donde vamos, como rémora cruel de un pasado idílico añorado por nuestro subconsciente.
 A pesar del más original de los pecados, el altísimo no nos dejó solos; desconfiaba de nuestra capacidad de supervivencia ante un mundo lleno de peligros y tentaciones. Decidió, entonces, permanecer entre nosotros a través de su dinástica descendencia: toda una prole de dioses disfrazados de humanos (o humanos disfrazados de dioses) cuya función no sería otra que la de adueñarse de la vida y bienes de los hijos que Eva comenzó a procrear con el concurso de Adán.

Desde la expulsión del Paraíso, con sólo una hoja de parra por compañía, cada vez que más de cuatro personas consiguen ponerse de acuerdo para vivir en comunidad, aparece algún Rey, Faraón, Inca, Califa, Dalai lama o Papa que, en nombre de algún Dios, pretende controlar voluntades, gestionar vidas y administrar patrimonios. En una perversa confusión entre lo divino y lo humano, hemos optado por dar al César lo que es de Dios y a Dios lo que es del César. 
Cetro en mano y revestidos de oropeles, estos grotescos semihumanos no han dudado en utilizar la sangre de sus expropiados súbditos para defender su expropiada riqueza de la avaricia de algún monarca vecino que, a su vez, había hecho lo mismo con otro expropiado colectivo.

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El Desnudo del Rey


Dos hechos contemporáneos marcaban en el Siglo XIX y albores del XVIII el despertar de la consciencia popular ante el despotismo absolutista: uno real y otro literario. La Ilustración, basada en la razón, la igualdad y la libertad sirvió de germen para la abolición del poder monárquico en parte de la Europa continental. El “Pienso, luego existo” cartesiano comenzó a calar como un virus libertario entre una ciudadanía aprisionada por la nobleza decadente personificada por  Luis Augusto de Borbón  que, desde la Bastilla, apuntaba sus cañones hacia los barrios más pobres de Paris. El 21 de enero de 1793 el XIV de los Luises perdería la cabeza ante una muchedumbre de “ciudadanos” que pudieron comprobar “in situ” el verdadero color de la sangre real. El pueblo observaba, en la Plaza de la Revolución de Paris, como el invento de Mesié Guillotine abría un primer espacio republicano.

Poco afectó tan cruel hecho  al resto de noblezas que consiguieron mantener sus bastiones en casi toda Europa. Hasta que, siglo después, algunas se fueron convirtiendo en coronas errantes que escarbaban el continente en busca  de apoyos, llevando consigo joyas y fortunas escamoteadas a sus súbditos.
Tras el alzamiento francés, Dinamarca permaneció fiel al gobierno sucesorio, tal vez, por la habilidad de Federico VI Oldemburgo Hannover que supo vender ciertas licencias democráticas dentro de su Estado absolutista. Una paradoja aún hoy vigente en las monarquías residuales del siglo XXI que consiguen encubrir sus derechos dinásticos de origen divino entre las manipuladas legislaciones de gobiernos con un capado sufragio universal.
En este clima renovador donde el mismo Federico intentaba conservar su neutralidad en las guerras revolucionarias francesas; una lavandera protestante con problemas de alcoholismo y su zapatero cónyuge regalaron al mundo de la literatura el que, con los hermanos Grimm, sería uno de los más destacados fabulistas de todos los tiempos; Hans Christian Andersen, amigo de Dickens, asiduo de Shakespeare e impresionado viajero en la España del siglo XIX.

Relajarse o Sufrir

LA TENSIÓN ES TODO AQUELLO QUE PENSAMOS QUE DEBERÍAMOS SER, LA RELAJACIÓN... ES LO QUE SOMOS ,

“Relajación” es uno de los términos más contradictorios de nuestro idioma si tomamos en cuenta su propiedad polisémica. En efecto, para la Real Academia de la Lengua si sugerimos a alguien que se relaje podemos estar invitándole a dejar sus músculos en completo abandono o por el contrario a que infrinja las normas de moralidad y buenas costumbres. Nuestro interlocutor podría entender también que esperamos que libere su mente de toda preocupación o que revele a alguien del voto, juramento u obligación al que le tenía sometido, aún más, siguiendo siempre la definición del DRAE, al relajamos podríamos dar a entender que estamos afectados por una hernia, o que hemos caído en un estado importante de desorden, falta de seriedad y barullo. Más allá de todas estas acepciones, sí existe un criterio general que relaciona relajación con una percepción agradable de sosiego tanto físico como mental.
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