De Genes, Galones y Borbones
La religión ha sido, es, y todo indica que seguirá siendo, una de las herramientas de manipulación política más eficaz. Guerras genocidas, asesinatos disfrazados de sacrificio litúrgico, esclavitud… todo vale, para servir a un dios hecho a imagen y semejanza del líder espiritual de turno. Desde que Eva decidió, de un mordisco, abandonar el plácido y aburrido Edén, la imagen de la divinidad nos ha acompañado allí a donde vamos, como rémora cruel de un pasado idílico añorado por nuestro subconsciente.
A pesar del más original de los pecados, el altísimo no nos dejó solos; desconfiaba de nuestra capacidad de supervivencia ante un mundo lleno de peligros y tentaciones. Decidió, entonces, permanecer entre nosotros a través de su dinástica descendencia: toda una prole de dioses disfrazados de humanos (o humanos disfrazados de dioses) cuya función no sería otra que la de adueñarse de la vida y bienes de los hijos que Eva comenzó a procrear con el concurso de Adán.
Desde la expulsión del Paraíso, con sólo una hoja de parra por compañía, cada vez que más de cuatro personas consiguen ponerse de acuerdo para vivir en comunidad, aparece algún Rey, Faraón, Inca, Califa, Dalai lama o Papa que, en nombre de algún Dios, pretende controlar voluntades, gestionar vidas y administrar patrimonios. En una perversa confusión entre lo divino y lo humano, hemos optado por dar al César lo que es de Dios y a Dios lo que es del César.
Cetro en mano y revestidos de oropeles, estos grotescos semihumanos no han dudado en utilizar la sangre de sus expropiados súbditos para defender su expropiada riqueza de la avaricia de algún monarca vecino que, a su vez, había hecho lo mismo con otro expropiado colectivo.
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Los linajes enraizaron en el tiempo y la mente de sus vasallos, llegando a constituir una casta inmune al devenir humano; hasta que la más francesa de las revoluciones y el afilado invento de Monsieur Guillotine desvelaron, a la sorprendida muchedumbre parisina, el verdadero color de la sangre real que emanaba de la cabeza cercenada de Luis Augusto de Borbón, el XVI de los franceses y navarros.
Hasta aquí, 21 de enero de 1793, no deja de ser la crónica del aparente fin de un fraude que sumió en la humillación a los hijos de los hombres. Una falsa ilusión que los libros de historia se han empeñado en acompasar.
La realidad es que, ni siquiera el cadalso y el fervor libertario galo consiguieron detener a los Capetos, que continuaron coronándose hasta que, en julio de 1830, los gritos de "¡Abajo los Borbones!" y Viva la Constitución” invadieron, de nuevo, las calles de Paris, esta vez, desterrándolos para siempre. El último de los borbones franceses, Carlos X, moriría en el exilio esloveno conspirando torpemente contra el recién instalado gobierno.
Los gritos populares no consiguieron traspasar los Pirineos, y en España, con un servilismo congénito más pronunciado, la sangre real aún sigue teñida de azul.
Tras dos cortas y convulsas aventuras republicanas, 40 años de dictadura militar resucitaron una dinastía borbona dispersa y enfrentada. El romano Juan Carlos, nieto del último rey defenestrado por la Derecha Liberal Republicana y la Constitución de 1931, surgió de las cenizas por obra y gracia de una grande y libre autocracia castrense.
El pueblo español soportó en silencio la abdicación del general que, in artículo mortis, volvió a cambiar galones por borbones. De nuevo, el exceso de libertad e igualdad de un régimen no absolutista removía la conciencia totalitaria de la élite militar de un país acostumbrado genéticamente a la sumisión.
Hoy, Borbones, Grimaldi, Windsor, Orange, y otras casas reales europeas siguen campando a sus anchas mientras viven de la renta acumulada gracias al vasallaje histórico y a la complacencia de sus modernos súbditos. Eso sí, bajo la cobertura de una esperpéntica forma de gobierno - paradoja jurídica -, que sus siervos incondicionales han denominado Monarquía Constitucional o parlamentaria, basada en una Carta Magna que envuelve de derechos y deberes al ciudadano y sólo de derechos al monarca, cuya figura sigue investida de estatus divino y fuera del alcance de la justicia terrena.
Cetros, anillos, coronas y tronos siguen avalando simbólicamente la existencia de familias autoproclamadas inviolables; títulos de nobleza continúan salvaguardando la inmunidad de personajes que aún pretenden vivir de un don adquirido por la gracia Dios en la oscuridad más profunda de los tiempos. Más allá de su apariencia humana, permanecen liberados de cumplir la Ley del hombre, y ni siquiera respetan ya la Ley del Dios que les otorgó tal majestuosidad. Milenios de reverencias han grabado en nuestra ibérica especie un gen de sumisión difícil de extirpar; única justificación válida si queremos entender, además de aceptar, que una buena parte de los ciudadanos españoles reconozcan con normalidad su inferioridad personal, social y jurídica. La sombra borbona continúa oscureciendo la mente de sus súbditos que, incapaces de solventar su destino sin tutela real, siguen fieles a su cromosoma monárquico.
La República, propuesta laica de Estado sustentada en la afirmación aristotélica de que 'solo somos libres entre iguales', no tiene cabida aún en una población que mantiene grabado en su inconsciente colectivo el estigma de la fidelidad al poder absolutista. De ahí, que sus dos experiencias en este sentido hayan sido aplastadas por la bota militar de los generales: Arsenio Martínez Campo (1874) y Francisco Franco (1939), cuya función no sería otra que la de devolver a los borbones lo que un plebiscito popular les había arrebatado. Perversa paradoja política: un sistema basado en la constitución y el imperio de la Ley, sólo ha servido para apuntalar el dominio monárquico y dar estabilidad a los intereses cortesanos, disminuyendo, aún más, la autoestima ciudadana el somos libres entre iguales al no se os puede dejar solos.
En España, República es sólo el nombre de la puta del Rey.
Cetros, anillos, coronas y tronos siguen avalando simbólicamente la existencia de familias autoproclamadas inviolables; títulos de nobleza continúan salvaguardando la inmunidad de personajes que aún pretenden vivir de un don adquirido por la gracia Dios en la oscuridad más profunda de los tiempos. Más allá de su apariencia humana, permanecen liberados de cumplir la Ley del hombre, y ni siquiera respetan ya la Ley del Dios que les otorgó tal majestuosidad. Milenios de reverencias han grabado en nuestra ibérica especie un gen de sumisión difícil de extirpar; única justificación válida si queremos entender, además de aceptar, que una buena parte de los ciudadanos españoles reconozcan con normalidad su inferioridad personal, social y jurídica. La sombra borbona continúa oscureciendo la mente de sus súbditos que, incapaces de solventar su destino sin tutela real, siguen fieles a su cromosoma monárquico.
La República, propuesta laica de Estado sustentada en la afirmación aristotélica de que 'solo somos libres entre iguales', no tiene cabida aún en una población que mantiene grabado en su inconsciente colectivo el estigma de la fidelidad al poder absolutista. De ahí, que sus dos experiencias en este sentido hayan sido aplastadas por la bota militar de los generales: Arsenio Martínez Campo (1874) y Francisco Franco (1939), cuya función no sería otra que la de devolver a los borbones lo que un plebiscito popular les había arrebatado. Perversa paradoja política: un sistema basado en la constitución y el imperio de la Ley, sólo ha servido para apuntalar el dominio monárquico y dar estabilidad a los intereses cortesanos, disminuyendo, aún más, la autoestima ciudadana el somos libres entre iguales al no se os puede dejar solos.
En España, República es sólo el nombre de la puta del Rey.
El Desnudo del Rey
Dos hechos contemporáneos marcaban en el Siglo XIX y albores del XVIII
el despertar de la consciencia popular ante el despotismo absolutista: uno real
y otro literario. La Ilustración, basada en la razón, la igualdad y la libertad sirvió de
germen para la abolición del poder monárquico en parte de la Europa
continental. El “Pienso, luego existo” cartesiano comenzó a calar como un virus
libertario entre una ciudadanía aprisionada por la nobleza decadente
personificada por Luis Augusto de Borbón que, desde la Bastilla, apuntaba sus cañones hacia los barrios más pobres de Paris.
El 21 de enero de 1793 el XIV de los Luises perdería la cabeza ante una
muchedumbre de “ciudadanos” que pudieron comprobar “in situ” el verdadero color
de la sangre real. El pueblo observaba, en la Plaza de la Revolución de Paris, como
el invento de Mesié Guillotine abría
un primer espacio republicano.
Poco afectó tan cruel hecho al
resto de noblezas que consiguieron mantener sus bastiones en casi toda Europa.
Hasta que, siglo después, algunas se fueron convirtiendo en coronas errantes
que escarbaban el continente en busca de
apoyos, llevando consigo joyas y fortunas escamoteadas a sus súbditos.
Tras el alzamiento francés, Dinamarca permaneció fiel al gobierno sucesorio,
tal vez, por la habilidad de Federico VI
Oldemburgo Hannover que supo vender ciertas licencias democráticas dentro
de su Estado absolutista. Una paradoja aún hoy vigente en las monarquías
residuales del siglo XXI que consiguen encubrir sus derechos dinásticos de
origen divino entre las manipuladas legislaciones de gobiernos con un capado
sufragio universal.
En este clima renovador donde el mismo Federico intentaba conservar su neutralidad en las guerras
revolucionarias francesas; una lavandera protestante con problemas de
alcoholismo y su zapatero cónyuge regalaron al mundo de la literatura el que,
con los hermanos Grimm, sería uno de
los más destacados fabulistas de todos los tiempos; Hans Christian Andersen, amigo de Dickens, asiduo de Shakespeare
e impresionado viajero en la España del siglo XIX.
Inmersa en su prolífera obra, entre soldados de plomo, sirenas y patitos feos, destaca una maravillosa fabula
que deja sutilmente al descubierto el esperpento real. En “El traje nuevo del Emperador” conocida también como “El Rey desnudo”, el autor danés pone de
manifiesto la ceguera del pueblo; sumiso ante el poder celestial de su
gobernante.
Entiendo que esta puede ser una versión libre de la moraleja del
apólogo de Andersen entendida
tradicionalmente como: “el pensar que algo es real no implica que sea cierto” o
“la estupidez de la pregunta es proporcional a la estupidez de la respuesta”,
pero me es más interesante y actual la aparente crítica del autor al absurdo
monárquico, sobre todo, porque recoge versiones anteriores que ya se contaban
en cuentos de Turquía y la India o en el mismísimo “Conde de Lucanor”.
En todas las narraciones, el empeño del emperador por no parecer
estúpido le convierte en el rey de los idiotas ya que los astutos pícaros
utilizan su vanidad para fraguar el engaño. Por otro lado, la falta de coraje e
iniciativa de gente poco acostumbrada a decidir impide que lo verdadero se
convierta en evidente: el miedo a la autoridad y al ridículo cierra la red con
hilo ajeno tejida por Guido y Luigi.
El hecho de que el pueblo tema parecer ignorante e irreverente ante el
monarca no es nuevo. Como tampoco lo es el que una valiente minoría ponga al
descubierto los frágiles cimientos de un poder autocrático basado en orígenes
divinos y en el cromatismo sanguíneo. La inocencia de un niño que descubre la frágil
realidad del soberano libera al burgo de esa genética falta de estima grabada
en su ADN tras años de sumisión. En este sentido, el color que evidenció el
preciso corte del verdugo Sanson
sobre el cuello del último Rey de Francia y el grito incrédulo en medio del
desfile real guardan un gran paralelismo: la sangre y debilidades del soberano
son idénticas a las del más humilde de su súbditos.
Algo más de dos siglos después y con los cañones de la crisis social,
política y económica apuntando a los ciudadanos, monarquías disfrazadas de
parlamentarias, arropadas por su corte de serviles vasallos, se encierran en
torres de marfil para proteger un estatus heredado… o adquirido, como antaño,
del sudor de sus súbditos. A doscientos años del descabezamiento del último
monarca galo y Borbón, ya no duda nadie del color del líquido que discurre por las venas de un Rey,
o de su seguro origen Australopitecus.
Sin embargo , no hemos conseguido liberarnos totalmente de esa estirpe
inútil expulsada ya por movimientos liberadores de América, Rusia y China. Como
si la palabra “servil” estuviera grabada a fuego en nuestro inconsciente
colectivo.
Hoy, como ayer, los falsos e invisibles hilos que tejen los ropajes
reales dejan nuevamente al trasluz la fragilidad de la corona ante cualquier
sistema que pretenda ejercitar los principios de igualdad y libertad de
elección. Culpemos a las Moiras,
diosas del destino; o a complejas imposiciones totalitarias; la actualidad del
escritor danés y su pequeña fábula en el decadente panorama ibérico es evidente.
Aún más tomando en cuenta que las dos dinastías que mas influyeron a lo largo
de su vida se vuelven a cruzar en España: Sofía
de Grecia y Dinamarca de los Hannover
y Juan Carlos de Borbón reúnen lo
mejor de cada casa.
Como en 1837, fecha de la publicación del cuento de Andersen, seguimos observando cada día,
con una capacidad eterna de asombro, como el Emperador nos enseña sus
vergüenzas sin ningún pudor, seguimos impasibles escuchando entre la multitud el
eco de aquel grito revelador…el Rey sigue desnudo.
Relajarse o Sufrir
LA TENSIÓN ES TODO AQUELLO QUE PENSAMOS QUE DEBERÍAMOS SER, LA RELAJACIÓN... ES LO QUE SOMOS ,
“Relajación” es uno de los términos más contradictorios de nuestro idioma si tomamos en cuenta su propiedad polisémica. En efecto, para la Real Academia de la Lengua si sugerimos a alguien que se relaje podemos estar invitándole a dejar sus músculos en completo abandono o por el contrario a que infrinja las normas de moralidad y buenas costumbres. Nuestro interlocutor podría entender también que esperamos que libere su mente de toda preocupación o que revele a alguien del voto, juramento u obligación al que le tenía sometido, aún más, siguiendo siempre la definición del DRAE, al relajamos podríamos dar a entender que estamos afectados por una hernia, o que hemos caído en un estado importante de desorden, falta de seriedad y barullo. Más allá de todas estas acepciones, sí existe un criterio general que relaciona relajación con una percepción agradable de sosiego tanto físico como mental.
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A pesar de la sensación grata que nos produce, esta palabra tan recurrente puede causar reacciones opuestas en nuestro ánimo y si no, observen como se exaspera aún más alguien al que, en un momento de nerviosismo, recomendamos relajarse de forma repetitiva. Lo cierto es que existen situaciones de hiperactividad, difíciles de contener, que necesitan ser exteriorizadas a través del desgaste físico antes de que nuestro cerebro vuelva a tomar el control. En este sentido, deporte y ejercicio son dos aliados indispensables. Para conseguir este estado de tranquilidad no valen órdenes, ni imposiciones, necesitamos la participación voluntaria. La mente, en definitiva, es quien dirige, de forma consciente o no.
Influencias culturales y actitudes sociales grabadas en la mente con la complicidad del tiempo han desvirtuado nuestro concepto genético de peligro, común a todas las especies. Con las necesidades primarias satisfechas, nos hemos convertido en víctimas del entorno, de una nueva percepción de la realidad encubierta tras el disfraz del bienestar impuesto, de la felicidad prometida: nuevo mal en la evolución al que no le hemos encontrado nuevo remedio. De ahí el pesado lastre que deriva en presión emocional y rigidez muscular como consecuencia del estrés no resuelto.
Tal y como aconsejaba Homero en labios de Cirse: A veces hay que cubrir los oídos con tapones de cera para evitar el hechizante y letal canto de sirenas. Y es aquí donde cobra importancia la relajación como forma de revertir el proceso: un tapón que aísle la situación estresante. A través de métodos encaminados a aliviar la tensión, la relajación consigue efectos físicos y mentales evidentes.
El estado normal del ser humano, cuando sus necesidades básicas están cubiertas, es el de relajación y en este sentido no tenemos más que observar a un bebé limpio y satisfecho en brazos de su madre. Sin embargo, en la misma medida que crecemos van aumentando las tensiones convirtiendo al estrés negativo en uno de los grandes males de nuestro siglo y a sus consecuencias en motivo de consulta habitual a médicos y psicólogos. No podemos olvidar que la hipertensión arterial está considerada como uno de los principales problemas de salud pública en países desarrollados afectando a cerca de mil millones de personas.
La OMS afirma que este mal provoca hoy cerca de siete millones de muertes cada año, cerca del 13% de las producidas en todo el mundo. Si las personas disminuyen su presión arterial, es menos probable que mueran o presenten ataques cardíacos o accidentes cerebro-vasculares. Aplicando métodos de relajación adecuados conseguiremos mejorar de forma importante la calidad de vida, equilibrando nuestro cuerpo, apaciguando nuestra mente y mejorando la relación con el entorno.
Tal y como aconsejaba Homero en labios de Cirse: A veces hay que cubrir los oídos con tapones de cera para evitar el hechizante y letal canto de sirenas. Y es aquí donde cobra importancia la relajación como forma de revertir el proceso: un tapón que aísle la situación estresante. A través de métodos encaminados a aliviar la tensión, la relajación consigue efectos físicos y mentales evidentes.
El estado normal del ser humano, cuando sus necesidades básicas están cubiertas, es el de relajación y en este sentido no tenemos más que observar a un bebé limpio y satisfecho en brazos de su madre. Sin embargo, en la misma medida que crecemos van aumentando las tensiones convirtiendo al estrés negativo en uno de los grandes males de nuestro siglo y a sus consecuencias en motivo de consulta habitual a médicos y psicólogos. No podemos olvidar que la hipertensión arterial está considerada como uno de los principales problemas de salud pública en países desarrollados afectando a cerca de mil millones de personas.
La OMS afirma que este mal provoca hoy cerca de siete millones de muertes cada año, cerca del 13% de las producidas en todo el mundo. Si las personas disminuyen su presión arterial, es menos probable que mueran o presenten ataques cardíacos o accidentes cerebro-vasculares. Aplicando métodos de relajación adecuados conseguiremos mejorar de forma importante la calidad de vida, equilibrando nuestro cuerpo, apaciguando nuestra mente y mejorando la relación con el entorno.
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